Tal vez debiéramos aprovechar el momento que vivimos para desprendernos de la perseverancia de nuestra necedad, cuestionarnos los discursos y asumir la duda en primera persona como remedio para liberarnos de los egos más protervos y subjetivos que se afanan en que todo marche mal con el único fin de poder seguir quejándonos. Ese sentido del yo, tan nuestro, que tiene debilidad por hablar mal antes que permanecer callado, ese animal irracional que somos por dentro y que se defiende como gato panza arriba ante la menor amenaza de ser discutido.
Y es que, aunque la experiencia nos haya demostrado lo contrario, el celo por querer estar en poder de la razón o buscar que nos la den, nos lleva a escudarnos en los idearios más demagógicos y absurdos y los perpetuamos bajo invocaciones a la sociedad más afín según nuestra educación, crianza, o religión, cerrando los ojos a la más mínima duda. Sin embargo, todo criterio tiene su excepción y ningún fundamento es inquebrantable cuando se trata de arrimar el ascua a nuestra sardina cada vez que nos viene bien. Y esa es nuestra única razón última.
Victoria Camps dijo en su libro Elogio de la duda que “lejos de forzarnos a dudar muchas cosas, la religión o la política constituyen un impedimento para la discusión razonable y civilizada”. Lo que viene a decir que hay que tomar la distancia justa con las doctrinas, los costumbrismos estériles y machaconamente con nosotros mismos hasta aprender a observarnos desde un ángulo mucho más amplio. Y, sobre todo, hay que permitirse dudar.
Puede parecer un capricho la necesidad de dudar pero es evidente que las respuestas se desentierran a través de los largos y lentos caminos de la reflexión, aunque resulte más conveniente y descansado amancebarnos en el burdel de los idólatras, seguir las flechas del dogmatismo en una única dirección, como si de la famosa multinacional sueca se tratara, sin preguntarnos a donde nos llevan, y sucumbir a las más peregrinas figuraciones, engordándonos a la carta con la verdad más conveniente y embriagándonos con el recurso de la autoafirmación a pesar de contrariar a menudo las leyes de la naturaleza, que creemos tener bajo nuestra autoridad y manipulamos, según la moda, en nuestro ridículo universo homocéntrico, para seguir nutriéndonos como parte de la “turbamulta descomunal y atolondrada, rebosante de miedos congénitos” —que diría García Márquez en El Otoño de Patriarca—. Miedos que a los que echamos el candado con tal de poder seguir ejerciendo de abogados del diablo y por supuesto, enjuiciar a cualquiera que no nos aplauda las bufonadas.
La duda ante lo propio y lo ajeno resulta no ser un capricho circunstancial sino una condición humana necesaria, que bien entendida, provoca la reflexión y el discernimiento, pero que paradójicamente la recibimos con desaprobación cuando esperamos una respuesta, acostumbrados, como vivimos, a la réplica inmediata; o con desasosiego, cuando tenemos que manifestarla, lo que demuestra, una vez más, que pensar está mal visto.
Dudo luego pienso, pienso luego existo.