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Capítulo 7: La Búsqueda

Sara llegó en su vehículo a una pequeña y oscura calle del sector 13 que le permitían dejar su moto oculta. Se notaba que su compañera de viaje estaba montada con piezas de varios aparatos y diversos materiales, aunque una capa de pintura negra, que le daba cierta apariencia unitaria, lo intentaba disimular.

Después de esconderla debidamente subió a un edificio por su exterior hasta un balcón bastante alto. Ella estaba en forma y apenas le costó saltar de cornisa en cornisa hasta alcanzarlo. Desde allí pudo observar todo el barrio y se quedó mirando unos segundos una luz verde parpadeante a lo lejos. Volvió a bajar y montar en su medio de transporte, al que acarició como si fuera su mascota en vez de su moto.

—Vámonos, apuesto a que el fugitivo vendrá aquí antes de que termine la semana —le dijo a su querido vehículo sin obtener, lógicamente, ninguna respuesta.

Emilio buscaba la salida de la estación de metro que más cerca le dejara del sector 13. Miró en su “allable” un mapa y el camino a seguir. Había desconectado a Savi, sabía que todo lo que hiciera a través de él quedaría registrado, aun así, dudaba si de este modo no lo haría también. Estuvo andando por túneles durante todo el día, solo encontró gente muerta o a punto de hacerlo. El virus se había extendido rápidamente por toda la red subterránea sin ningún tipo de piedad.

Consiguió llegar a su destino y comenzó a subir escaleras para salir del suburbano. Cuando ya estaba en el vestíbulo de entrada encontró un enorme perro negro, con la mirada perdida y evidentes síntomas de no estar en buen estado de salud mental. Era extraño que se encontraran ya animales en libertad, pensó que habría enloquecido recientemente y habría escapado del recinto donde se encontraba. El can gruñendo se acercaba lentamente hacia su presa, cortándole el camino de salida. Entonces observó que de sus fauces caían gotas de sangre lo que le hizo tener todavía más temor por la situación.

Dudó si correr escaleras abajo, pero se dio cuenta que ni siquiera llegaría a ellas. Después miró a su alrededor buscando algún tipo de arma y solo vislumbró escombros, cristales… lo cual, al menos, era algo. El animal seguía avanzando lentamente, como si esperara un movimiento de Emilio para atacar. Lo único que les separaba eran los torniquetes de entrada que esta bestia podría sortear de un salto sin ningún esfuerzo. Tocó sus bolsillos buscando algo que le pudiera dar ventaja, pero solo encontró un pañuelo. En esta ciudad tan moderna, se podía imprimir un corazón sintético personalizado, pero hay cosas que no cambian, si tenías que limpiarte los mocos debías seguir usando papel o tela. Pensó que lo había usado para secar el sudor de Nacho, aunque estuviera infectado no sería un arma lo bastante rápida y efectiva para enfrentarse a su oponente, y más, teniendo en cuenta que no estaba demostrado que el virus afectara a los animales. Sin embargo, por suerte era de tela, lo que sí le permitiría agarrar un trozo de cristal sin dañarse la mano. Lentamente se agachó mientras envolvía su palma con él, cogió un fragmento bastante grande y puntiagudo de una luna rota y lo asió como si fuera un puñal. El perro pareció intuir que era el momento de atacar y comenzó a gruñir con más fuerza, antes de empezar a correr. Emilio no dudó un segundo y corrió también hacia él. Los dos contrincantes avanzaron a gran velocidad hacia los torniquetes, uno a cada lado de ellos. Sería mucho más sencillo saltarlos para la fiera que para él, de hecho, si no conseguía llegar antes, le atacaría desde el aire.

El cerebro humano es extraño, en situaciones extremas no te da tiempo a pensar y reaccionas por instinto, pero a veces te engaña haciéndote creer que una determinada situación ya la has vivido. En milésimas de segundo pasaron unas imágenes por la mente de Emilio, recordó aquella carrera en un partido contra el F.C. Barcelona en el Bernabéu hacia más de 30 años. En aquella ocasión, la prensa demostró al día siguiente que “el diablo de Tasmania” había corrido cien metros por debajo de los 10 segundos, lo que le hubiera supuesto, en otro momento y lugar, el récord nacional de velocidad. Además, aquella jugada terminó en un gol que les dio la victoria. También le vino a la mente, justo después, la frase de su doctor: “puedes hacer vida normal, pero no practicar deporte de alta competición”.

Apenas habían pasado unos segundos desde que comenzaron a correr y ambos estaban a unos dos metros de la barrera que les separaba, la bestia saltó para esquivarla, con tanta fuerza, que su boca quedaba a la altura del cuello de Emilio. Este, apretó los dientes y, sorprendiendo al fiero animal, se lanzó al suelo y se deslizó bajo los torniquetes recordando aquellos robos de balón que él sufría por parte de los defensas contrarios. El suelo liso y el polvo acumulado le hicieron resbalar lo suficiente como para pasar la barrera sin quedar atrapado bajo ella. Sí se hizo algún rasguño y varios cortes por los cristales del suelo, pero no le importaban lo más mínimo en ese momento. Rápidamente se levantó y siguió corriendo hacia la salida. El animal quedó confuso unos segundos, se resbaló al intentar voltearse para cambiar de dirección y terminó por rehacerse.

Emilio no miraba atrás, aunque podía oír cómo se acercaba su perseguidor. Logró llegar hasta las puertas que separaban el vestíbulo de las escaleras de salida, instantes antes de que el enloquecido animal le alcanzara. Sin embargo, si se separaba de ellas se podrían abrir fácilmente empujándolas. No tenía la opción de cerrarlas con llave o pestillo. El perro se detuvo unos segundos antes de intentar abrirlas a empujones y se alejó unos metros para volver con más fuerza. En esta ocasión Emilio consiguió aguantar la embestida con gran esfuerzo, pero el cristal de la puerta se resquebrajó, otro golpe así y estallaría en mil pedazos. Miró a su espalda y vio a un lado el cierre metálico que antiguamente se usaba para cerrar la estación por las noches. Volvió la vista al frente y observó como el perro comenzaba a alejarse para coger carrerilla,  algo más lejos todavía.

No lo pensó dos veces y abandonó las puertas para correr hacia la barrera de metal. Llegó a ella, y tras cruzarla comenzó a cerrarla al mismo tiempo que escuchó cómo los cristales se rompían. La reja estaba prácticamente cerrada cuando la cabeza del can casi alcanza el brazo de Emilio, entonces notó que no había soltado su puñal de cristal en toda la carrera. Empujaba con fuerza la barrera metálica mientras la bestia asomaba el hocico entre los barrotes. Alzó el improvisado cuchillo y lo clavó con fuerza en la cabeza del perro varias veces. Fueron varios golpes interminables, hasta que el dolorido animal, ciego por las heridas y con abundante sangre por su rostro se alejó a trompicones. Emilio terminó de encajar el portón metálico y se dirigió triunfante hacia las escaleras. Sin embargo, al ascender por ellas vio que la salida estaba tapiada.

Cayó al suelo de rodillas desesperado, a punto de llorar cuando oyó a lo lejos los lamentos del malherido perro. Entonces pensó que si él estaba ahí abajo, tenía que haber entrado por alguna parte y el animal era lo suficientemente grande como para que esa apertura le sirviera a él para lo mismo. Volvió a bajar junto a la reja y miró a su alrededor, buscó por todas partes, bajo los escombros, en las paredes, techo… hasta que localizó con su mirada una rejilla colgando de la pared del vestíbulo. El conducto que anteriormente tapaba, era lo bastante grande para entrar. Solo necesitaba algo para llegar hasta él, y rezar para que ese cauce fuese el que le llevara a la salida.

El perro se había alejado lo suficiente y aunque podía seguir siendo peligroso parecía que no veía nada. Emilio abrió lentamente la verja, avanzó hasta el vestíbulo y empujó una papelera para subirse en ella. Saltó para alcanzar el hueco y subió a pulso logrando entrar en él. Ya tenía la cabeza dentro y pudo ver una luz al final del túnel. Al intentar alzar su cuerpo hizo caer la rejilla que estaba colgando y golpeó el suelo haciendo un gran ruido. El animal, aunque herido y ciego, pareció revivir. Comenzó a correr hacia el lugar desde donde se había producido el sonido. La rejilla seguía girando por el suelo marcando el punto exacto a la bestia. Emilio aceleró la escalada con gran esfuerzo, a pesar del dolor, sus múltiples rasguños y golpes en las rodillas… y al fin logró trepar antes de ser alcanzado. Oía a su perseguidor abajo, rascando la pared, ladrando con fuerza, pero él ya estaba arrastrándose camino de la salida. La cavidad era estrecha, pero se encontraba libre de obstáculos. Estaba a punto de conseguirlo.

El infernal cánido subió de pura casualidad a la papelera dispuesta por Emilio y quedó apoyado en la pared con sus patas delanteras. Era tan grande que en esta posición casi podía alcanzar la salida, y aunque no la veía por sus heridas, sí podía notar como entraba el aire. De un potente salto consiguió llegar al extremo del pasillo y comenzó a escalar para introducirse completamente en él. Emilio oyó lo que ocurría, aunque el conducto era tan estrecho que apenas podía girarse para ver lo que pasaba tras él. Aceleró la marcha todo lo que pudo, no le quedaba mucho para conseguirlo, solo unos pocos metros para llegar al hueco de acceso. Oía la respiración acelerada del animal que también se arrastraba, y al parecer, a más velocidad que él. Siguió reptando todo lo rápido que pudo hasta asomar su cabeza a la luz. Rápidamente logró escapar, aunque le costaba soportar la luz solar, ya que llevaba días sin verla. A los pocos segundos apareció la fiera que se quedó correteando alrededor sin parar de ladrar.

Emilio estaba tras la boca del metro, la bestia no podía verle por sus heridas, pero si dejaba de girar y se paraba un segundo a oler su rastro, enseguida le descubriría. De nuevo miró en derredor buscando algún arma y encontró una vara de hierro. En la ciudad era difícil hallar cosas tiradas por las calles, los robots de limpieza recogían todo por las noches. Sin embargo, en los sectores esos robots rara vez aparecían. La agarró y esperó a que el demente cánido se tranquilizara, pero lo que ocurrió es que se tiró al suelo y dejó de quejarse, como si esperara su plácida muerte.

Sin soltar su vara, Emilio comenzó a alejarse lentamente del lugar, hasta encontrarse lo suficientemente lejos como para correr a toda prisa.

Foto de Redd F

Marcos y Arnold se hallaban patrullando por la ciudad. No tenían ninguna pista de por dónde podía encontrarse Emilio. Habían pasado varios días desde el incidente en la torre y cada vez estaban más seguros de que aparecería muerto a manos de algún cazador. Esta sensación cambió cuando una alerta sorprendió al bastiano en su “allable”.

—¡Mierda, está vivo! —exclamó Arnold.

—¡¿Cómo?! —preguntó sorprendido Marcos.

—El terrorista acaba de salir a la superficie en el sector 13.

—Seguro que ha pasado varios días escondido como una rata y ahora saldrá para comer.

—O alguien le ha robado su “allable”, pero teniendo en cuenta que lo tiene personalizado, unido a su identidad, no parece probable.

—¿Y por qué no lo vimos en su registro de Savi?

—Lo tiene desconectado, desde que bajó al subsuelo, me ha saltado el localizador del aparato.

—Estando fuera de la ciudad, ¿deberíamos dejarlo en manos de cazadores?

—Con la pandemia pueden tardar días en dar con él —aseguró Arnold, dejando claro que él no quería esperar.

—Si vamos nosotros, llegaremos anocheciendo, ninguna patrulla nos seguirá a los sectores exteriores ahora, estaremos solos —aclaró su compañero.

—Así no compartiremos la gloria…

—Bien, pues vamos al sector 13.

—Así se habla, peleador…

—Boxeador…

—Lo que sea… ¿o a lo mejor quieres ir a buscar pistas a su casa otra vez?

—Cállate…

—No sé qué esperabas conseguir.

—¿No te resulta extraño que ese tío preparara explosivos y tuviera una huida dispuesta y no tuviese nada en su vivienda que lo pruebe?

—Estos terroristas son muy listos, ha borrado sus huellas… o tú eres un detective de mierda.

El humano no replicó.

Emilio recordaba haber estado en este barrio hace años, cuando tenía un nombre más reconocible que el actual sector 13, como era el de Rivas. No lo conocía a fondo, pero al menos recordaba algunas calles y localizaciones. Sin embargo, no sabía hacía donde ir, ni cómo localizar al tal anticuario sin tener ninguna pista sobre él. Todo estaba vacío, la pandemia atemorizaba a la gente logrando que se confinara en sus casas. Lo único que podía hacer, era dar con alguien y conseguir información.

Anduvo durante horas, ya anochecía cuando pudo ver una hoguera. Si hay fuego hay gente, pensó. Se dirigió hacia ella escondiendo la vara de metal en el interior de una manga. No quería deshacerse de ella y arriesgarse a quedar indefenso. Al llegar junto a ella observó a un grupo de cinco hombres.

—Hola… —comenzó a decir Emilio.

Ninguno contestó, pero uno de ellos le miró fijamente.

—Vengo de la ciudad, me persigue la policía… busco información… —continuó hablando.

—No deberías empezar una conversación con desconocidos así, ¿y si alguno fuéramos cazarrecompensas? —dijo el hombre que no dejaba de mirarle.

—¿Lo sois?

—No, si lo fuéramos tendríamos dinero para vivir bajo un techo.

—Por favor, ayudadme, necesito encontrar a un hombre conocido como el anticuario…

—¿Anticuario?, ¿para qué le buscas?

Ahora le miraron  otros tres hombres, el último del grupo que no se había movido estaba tumbado y así siguió.

—Es importante, necesito hablar con él.

Se levantó uno de los hombres, el que más en forma parecía. Con larga barba negra y cicatrices en sus manos.

—Vacíate los bolsillos —dijo el hombre barbudo.

—Juan, no queremos sangre… —le pidió amablemente el primer hombre que había hablado.

—No quiero problemas, os daré el dinero que tengo, pero decidme dónde puedo encontrarle.

Emilio sacó lo único que tenía en sus bolsillos; el “allable”.

—No llevo nada de valor encima, pero puedo transferir créditos de mi cuenta a dónde me digáis.

—¡Dame el trasto! —exclamó enérgicamente Juan.

—Savi está desactivado y es personalizado, no te servirá de nada…

—O me lo das o te lo quito… con dolor.

Emilio se lo lanzó. Juan miró con despreció tanto a Emilio como al aparato, y después lo arrojó con fuerza al suelo antes de machacarlo con una piedra. El cristal se iba arreglando solo tras los primeros golpes, hasta que llegó un momento que dejó de hacerlo, el aparato se abrió en dos mitades y se desparramaron los circuitos humeantes.

—Aunque tengas a Savi dormido ese trasto tiene GPS o como demonios lo llamen ahora estos monstruos, ya saben dónde te encuentras. ¿Cuánto llevas huyendo?

—Desde los incidentes en la torre, unos días…

—¿Y todavía no te han cogido? No me fio de ti, ¿qué quieres realmente capullo?

—Espera por favor, he estado viviendo en el metro, no bajan nunca allí abajo. Acabo de salir fuera…

—¿Con los topos? Eso tiene sentido, en los túneles hay inhibidores instalados. Dicen que no les ha ido bien este año con la pandemia.

—Están todos muertos.

—Eso habíamos oído. ¿Entiendo que tú eres inmune?

—Sí. Estoy vacunado, por eso necesito dar con el anticuario.

—Vaya… extraterrestres cabrones… entonces puedes acercarte, nosotros estamos infectados, pero no te pasará nada.

Juan se sentó donde se encontraba al principio.

—Hazle sitio Miguel.

El hombre que habló en primer lugar se apartó un poco dejándole espacio para sentarse junto al fuego.

—Y ya puedes sacar la barra que llevas escondida —apuntó Miguel.

Emilio, algo sorprendido, sacó la vara antes de sentarse.

—Me llamo Emilio, gracias, ¿estáis enfermos entonces?

—Sí, ese que está tumbado puede que ya esté muerto, estos dos que no hablan no paran de toser y Juan y yo no tenemos síntomas todavía, pero no nos hemos separado de estos desgraciados en los últimos días, hemos estado todo el tiempo en la calle… lo raro sería que no hubiéramos cogido el dichoso virus —explicó Miguel.

—Lo siento. ¿Podéis ayudarme? —volvió a insistir Emilio tras una pequeña pausa.

—Según has salido del metro te habrán localizado. En breve vendrán policías o drones a por ti. Creo que poco te podemos ayudar —contestó Juan.

—Bien, entonces seguiré buscando antes de que eso ocurra.

Emilio se disponía a irse cuando Juan le agarró del brazo.

—El anticuario es una leyenda viva para todos los dispersos. Se esconde porque es objetivo de los cazadores y de los invasores. Dame una buena razón para que te guíe hasta él.

—La libertad de la humanidad.

Juan se levantó y le miró a los ojos.

—¿Cómo vas a conseguir eso?

—Tengo información, he pensado que él puede ayudarme a encontrar el centro de transmisión de la resistencia, contaremos la verdad a la gente, y además, creo que hay una forma de combatir a los extraterrestres, aunque todavía no sé exactamente en qué consiste, tal vez él pueda ayudarme a descubrirlo.

—¿Y cómo sabemos que no eres tú un cazador? —preguntó Miguel.

Emilio no supo qué contestar. De repente, comenzaron a reírse los dos vagabundos.

—¿Qué? —musitó Emilio.

—Sabemos quién eres, no sé si sabrás que todas las noticias de los último días hablan del peligroso terrorista que mató a varios trabajadores de la torre. Está claro que no eres cazador, ni terrorista… —explicó Juan.

—¿Dicen eso las noticias de mí?

—¿No hay conexión donde los topos? —preguntó Miguel.

—Solo en algunos puntos se tiene acceso a la red ADSL, pero no hay red wifi. Como enseguida empezó la gente a enfermar no me preocupé de estar al día.

—Pues aquí arriba eres famoso.

—¿Entonces me ayudaréis?

—Hay que tener cuidado, cualquiera que sea visto a tu lado puede ser acusado automáticamente de traidor al gobierno. Muchos piensan que realmente eres un terrorista, has tenido suerte de dar con nosotros.

—Decidme entonces cómo puedo dar con el anticuario.

—No sabemos dónde se esconde, pero sí dónde puedes ir para que él te encuentre.

—¿Y él va a querer encontrarme?

—Sí, no hay nadie mejor comunicado que el anticuario. Si le interesa, lo hará.

—Bien, ¿a dónde tengo que ir?

—Sígueme —ordenó Juan.

Miguel les siguió y los tres llegaron a un alto y viejo muro. Subieron unas escaleras en su lateral hasta llegar a la parte superior. Desde arriba podía verse a los moribundos que habían quedado junto a la hoguera. Al fondo se vislumbrada prácticamente todo el distrito.

—Mira el barrio —dijo Juan.

Emilio observó las pocas luces que se veían en el denominado sector 13.

—¿Qué tengo que buscar?

—La luz de la esperanza.

Emilio miró más detenidamente y observó una luz verde que parpadeaba en un punto lejano.

—Veo una luz que destaca sobre las demás… —exclamó Emilio muy contento.

—Esa luz cambia cada día de localización, solo la verás desde un sitio alto y te indica la zona por donde puedes ser encontrado por el anticuario.

—Por eso no dan con él, realmente nadie sabe dónde se esconde —dedujo Emilio.

—Vive solo desde hace años, desde la creación de los Sanadores. Todos sabemos que existe y que está cerca, pero muy poca gente lo ha visto.

—¿Pero sabéis que hay que ir a luz?

—Llegar hasta la luz significa que él puede encontrarte a ti, no al contrario. Sin embargo, a ti seguro que te buscará, eres famoso, ¿recuerdas? —añadió Miguel antes de reírse.

De repente oyeron disparos y los tres pudieron ver cómo junto a la hoguera había ahora un trío de cuerpos sin vida.

—Ya están aquí. No sé qué información tienes, pero debe ser importante si los robots de vigilancia disparan a la gente indefensa sin avisar —dijo Juan.

—Vete ya, ahora no pueden rastrearte. Tal vez tengas suerte y lo consigas —le deseó Miguel.

—Gracias amigos, venid conmigo. Si os quedáis aquí los drones os encontrarán.

—Es mejor que vayas solo, ahuyentaremos al anticuario si ve mucha gente. Además, lo mismo podemos deshacernos de ese moscardón de metal y darte más tiempo —propuso Juan.

—Gracias de nuevo, ¿puedo recompensaros de alguna forma?

—Sí, libera a la humanidad —contestó sonriendo Miguel.

Emilio comenzó a bajar las escaleras del muro. Tenía cierta idea hacía donde debía dirigirse aunque no una localización exacta.

Iba corriendo de esquina en esquina, esquivando las calles con más luz, en dirección hacia la zona que había visto desde lo alto. Sabía que tarde o temprano debería volver a subir para ver si estaba cerca y volver a situarse, pero de momento estaba lo bastante lejos como para hacerlo.

Ya se había distanciado lo suficiente del lugar de su último encuentro y pensó en cómo le habría ido a Juan y Miguel. Después de bajar del muro, ellos habían conseguido abatir al dron a base de lanzarle piedras. Sin embargo, antes de caer volvió a disparar acabando con la vida de Miguel al instante. Juan solo salió magullado y se alejó de la zona, sabía que en breve aparecerían patrullas de policía y contra ellos tendría menos oportunidades de victoria que contra el artefacto volador. Gracias a su heroica intervención le había conseguido dar cierta ventaja a Emilio.

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