
Foto de Jack Delulio
Emilio llegó a la zona marcada con la luz de la esperanza cuando ya era noche cerrada. Veía encenderse y apagarse en la fachada de enfrente el potente LED verde de una cruz. Desde lejos no lo había podido apreciar, pero ahora sí distinguía el antiguo símbolo del cristianismo que actualmente estaba prohibido por el régimen dictatorial invasor. Bajó del muro al que había escalado y cruzó la calle. Era imposible acceder al lugar exacto desde donde se emitía la luz, pero supo que estaba en el sitio correcto. Desconocía si había de hacer algo, si tendría que llamar la atención, esperar o tal vez no ocurriría nada. Después de dudar unos segundos, decidió sentarse en una esquina, donde apenas se le podía ver. Comenzó a oír voces a lo lejos, lo cual era raro porque en su recorrido por el sector no había visto más que cuerpos tumbados.
Cinco personas se aproximaban por la calle. Una de ellas, un hombre bastante alto, andaba como si la ciudad fuese suya, mientras que las otras cuatro se mantenían tras él e iban riéndole las gracias.
—Si alguno de vosotros se contagia le vuelo la cabeza, así que no chupéis las paredes, que el virus se queda pegado a ellas —dijo el prepotente hombre, antes de reírse a carcajadas.
—No jefe, tenemos cuidado —contestó una de las dos mujeres del grupo.
Era normal que los cazarrecompensas de cada sector contrataran soplones o ayudantes para localizar a sus presas. Muchos de ellos los tenían fijos en nómina y formaban pequeñas cuadrillas, aunque a la hora de perseguir a alguien lo hacían en solitario.
Emilio pensó si ese sujeto tan arrogante podía ser el anticuario, pero al no estar seguro prefirió agazaparse en el callejón donde estaba sentado.
—Jefe, y si la pandemia se alarga y seguimos sin tener trabajo… ¿cobraremos? —preguntó uno de los informadores del cazador.
—Si no tengo para pagaros… os pegaré un tiro y así se acaba la deuda —volvió a bromear, antes de soltar una desagradable carcajada.
Los cuatro secuaces se reían forzadamente, aunque en sus caras se podía observar que creían las palabras de su jefe. No había mucha luz, apenas unas viejas farolas seguían funcionando, pero aun así, uno de ellos se fijó en el interior del callejón.
—Hay alguien escondido allí, jefe, ¿puedo ver si tiene algo de valor? —avisó uno de los integrantes del grupillo.
—Apenas se ve nada, ¿cómo estás tan seguro? —preguntó el cabecilla.
—Porque he visto que algo se movía y ya no hay gatos ni ratas.
Normalmente los cazarrecompensas no querían que sus secuaces delinquieran, pero en este momento de la pandemia, en el que escaseaban las órdenes de persecución debido al poco movimiento de la gente, accedió a que fuera así.
—Intentad no hacerle daño —permitió el jefe.
Los cuatro secuaces, separados en dos parejas de hombres y mujeres, se acercaron al callejón y llegaron hasta Emilio.
—No tengo nada amigos, he perdido hasta mi Savi —aclaró Emilio al tenerlos junto a él.
—Algo debes tener —aseguró uno de los hombres, mientras hacía un gesto al resto para ir a por él.
Le agarraron entre las dos féminas y los dos hombres comenzaron a cachearle.
—Pues es verdad que no tiene nada el muy cabrón —dijo uno de ellos.
—¿Dónde vives?
—No vivo en este sector…
—¿Qué haces aquí?
—Busco a alguien… necesito encontrar al anticuario.
Todos rieron. El jefe de la cuadrilla se acercó al callejón quedando a pocos metros del grupo.
—El anticuario es una leyenda urbana, no existe —aseguró una de las mujeres que le sujetaban.
—No tengo nada, dejad que me vaya.
—Te he visto en las noticias… —dijo el jefe mirando su “allable”.
Los cuatro esbirros se quedaron callados y se apartaron dejando paso a su líder.
—Eres el terrorista de la torre. Me cago en mi puta vida, jamás he tenido más suerte en toda mi existencia. Sujetadle bien, voy a ver la orden de persecución a ver si pagan mejor muerto o vivo.
Consultó de nuevo su aparato y sonrió cuando vio la información que buscaba.
—Si te portas bien te llevaré vivo, pagan igual, pero eres tres veces más caro que una presa normal. ¿Qué cojones has hecho?
—Nada, déjame ir, por favor.
Todos miraron al jefe esperando su próxima respuesta, pero este no dijo nada. Estaba frente a Emilio, mirándole sin moverse, de repente se le escapó el comunicador de las manos rompiéndose al chocar contra el suelo. Después, bajo las miradas de extrañeza de los secuaces, cayó de rodillas. Entonces quedó expuesto a una ráfaga de luz y todos pudieron ver cómo sangraba por la boca. En un par de segundos terminó por caer de cara al suelo. Solo entonces observaron como una flecha se había clavado en su espalda.
—¿Jefe? —acertó a decir uno de los esbirros.
—¡Podéis iros con vida o acabar como él! —gritó una voz grave que provenía desde la calle principal, justo donde comenzaba el callejón.
Los cuatro secuaces soltaron a Emilio y salieron corriendo.
Al instante apareció una figura, que avanzaba hacia Emilio.
—Eres Emilio Diaz, el de las noticias…
—Sí… tú eres… ¿eres el anticuario?
La silueta llegó hasta el cuerpo del cazador y recogió su flecha que limpió cuidadosamente antes de guardarla. Emilio pudo ver que el hombre tenía una larga barba blanca. Era Matías y tenía el aspecto de no haberse afeitado desde que estuvo con su amigo José Sanador antes de su muerte.
—Lo soy, pero a ti ¿quién te ha mandado aquí?
—Unos hombres me hablaron de la luz verde al llegar al sector y en los subterráneos, Nacho, me dijo que podría encontrarte en ese barrio.
—Nacho… ¿sigue con vida?
—No lo sé, le dejé muy grave, el virus fue esparcido por…
—Estoy al tanto. Ven, hablaremos más resguardados.
Emilio siguió a aquel hombre de barba blanca que portaba una ballesta hasta llegar a una vieja fábrica abandonada.
—¿Vives aquí? —preguntó Emilio.
—No vivo en ningún lado, habito en todo el sector.
—Entonces… ¿Conoces a Nacho?
—Le conocí hace tiempo, cuando la resistencia empezó a llamarse en todo el mundo los “Sanadores”, en honor a José Sanador.
—¡José Sanador!, aquel hombre que apareció en televisión tocando a Deep Purple.
El anticuario asintió.
—Nacho le salvó la vida, aunque más tarde el destino volvió a mandar la muerte a su paso y esta vez no falló. Desde entonces estoy en contacto con él, pero hacía días que no tenía noticias suyas. Él me puso al corriente de la masacre en el mundo subterráneo.
—Me dijo que te buscara. Necesito contactar con los Sanadores, quiero transmitirles un mensaje y, tal vez, puedan ayudarme a descubrir qué es el silencio…
—¿El silencio?
—Me lo dijo uno de los topos antes de morir, el secreto está en el silencio.
—No sé a qué puede hacer referencia. Puedo ayudarte a contactar con ellos y distribuir el mensaje. ¿Qué quieres difundir exactamente?
—Todo esto de la pandemia es algo provocado por los invasores, ellos tienen la vacuna de antemano. La gente debe conocerlo.
—Siempre es bueno que se sepa la verdad, aunque es algo que todos sospechábamos, incluso la pandemia durante el año de la guerra siempre pensé que fue un arma más. Mi amigo ya intentó abrir los ojos a los demás y aunque logró un gran cambio en muchos, la mayoría sigue siendo esclava. ¿Crees que esto hará que despierten?
—¿Podría salir yo por televisión?
—¿Por qué querrías hacer eso?
—Yo soy la prueba de que lo que digo es cierto, estoy vacunado, soy la muestra de su engaño, tendrá más fuerza el mensaje si lo digo en persona que si lo comenta cualquier otro, además, todos me han visto salir en las noticias oficiales. Así podré limpiar mi nombre, no soy un terrorista como han hecho creer.
—No es mala idea, aunque llegar al lugar de transmisión no te resultará fácil, su ubicación es secreta incluso para los Sanadores. Es arriesgado que se sepa su localización, por eso es que muy poca gente la conoce.
—¿Cómo puedo averiguarla?
—Yo la conozco.
—¿En serio?
—Ayudé a José Sanador a poner en práctica su idea de la red secundaria, y una vez fallecido me encargué de que se pusiera en marcha el canal de retransmisión audiovisual. Gracias a mi antiguo trabajo tenía acceso a servidores con mucho contenido; música, películas, fútbol… todo lo dispuse para esta nueva televisión. La ubicamos en un apartado lugar, no se encuentra en Madrid, y parece que decidimos bien, porque a día de hoy sigue sin ser descubierta.
—¿Está muy lejos?
—Te llevará horas llegar, posiblemente un día entero si tienes que ir escondiéndote por el camino. Y por supuesto necesitarás un vehículo.
—Conseguiré uno.
—Tendrás que viajar a Almería.

Foto de Sean Mungur
—¿Almería? Si no lo han cambiado los aliens, la ciudad está a unos 500 kilómetros de Madrid, ¿no?
—Sí, algo así.
—He estado allí, cuando jugaba en infantiles, estuve en la playa de un barrio llamado El Zapillo, y recuerdo haber visitado aquellos espectáculos del Oeste.
Matías comenzó a reírse.
—Bueno, pues ya sabes a dónde ir.
—¿A un pueblo del Oeste?
—Más o menos, el centro de emisión está oculto en el desierto de Tabernas.
—¿Por qué allí?
—¿Sabes que es el único desierto en toda Europa? Era un lugar ideal donde no buscarían, perfecto para nuestros planes. Además es muy grande, muy adecuado para esconderse y complicado explorarlo y registrarlo.
—¡Genial! ¿Una vez allí cómo daré con él? ¿De verdad es tan grande?
—Pues deben ser cerca de 300 kilómetros cuadrados, pero dibujé un mapa con la ubicación exacta.
—¿Un mapa en papel?
—¿No lo quieres?
—Estamos en el siglo XXI, nos invade una especie extraterrestre con una tecnología superior y yo voy a ir a un desierto con un mapa a lo “Capitán Flint…”
—Piensa que así no te podrán localizar.
—Pues, dame ese mapa, ¿no vendrás conmigo?
—Ya no tengo fuerzas para tanto viaje, además me he convertido en una especie de gurú. Esa cruz luminosa se ha convertido en esperanza para muchos. Tengo que seguir por aquí.
—Entiendo. El famoso anticuario que sirve de guía… por cierto, ¿por qué te llaman así?
—Cuando me uní a los Sanadores sustraje varios objetos de una especie de museo que tenían los extraterrestres. Esta ballesta, libros, también el acceso al contenido audiovisual antiguo… de ahí viene que soy un anticuario.
—¿Y tienes nombre de verdad?
—Quédate con Matías, pero no lo digas por ahí, tengo que seguir manteniendo el misterio.
—Tranquilo —dijo sonriendo.
—Has dicho que jugabas a algún deporte cuando eras niño.
—Fútbol, me conocían como “el diablo de Tasmania”.
—Sí, ya te recuerdo, en el Madrid y en la selección, aquel gol de volea en la final de copa, ¿no? Cómo cambia la vida…
—Y que lo digas. No repetiría esa volea ni intentándolo cien veces.
—Bueno, no sé, se puede perder la forma, pero el talento no se pierde con la edad.
Ambos quedaron unos segundos callados. Tras el pequeño receso Matías volvió a dirigirse a su nuevo amigo.
—Háblame del silencio. ¿Tienes alguna otra pista?
—Aquel hombre me dijo que el silencio lo envuelve todo, que ese es su punto débil, no sé mucho más.
—¿Y a qué crees que se refería?
—No lo sé, estaba fuera de sí, ya habría recibido alguna descarga, pero parecía importante de verdad. También mencionó algo de una crisis… creo que en el 28.
—¿Crisis? Ni idea. ¿No sabían algo más los topos?

Foto de Goh Rhy Yan
—Poco más, habían tenido informaciones de un disperso bastiano, habían ido a la torre a investigar, tiene que haber alguna relación con ese edificio. Pero ninguno sabía nada sobre el silencio o la crisis.
—Tú eres trabajador allí, ¿qué se hace?
—Hay varios trabajos, pero casi todo es de mantenimiento. Yo cambio unas baterías por otras.
—¿Por qué no se recargan inalámbricamente, como todo se hace hoy día?
—No tengo ni la menor idea, en el tiempo que llevo allí he oído muchas teorías, la más coherente es por fiabilidad. La electricidad por el aire tiene muchas bajadas de tensión, te da igual para cargar un aparato o mantener una batería llena, pero si quieres obtener un tipo de energía constante, debes contar con otro método más efectivo. La torre usa una cantidad enorme de energía y las baterías se gastan enseguida, apenas almacenan electricidad. Por eso el cambio entre ellas es casi inmediato. Se podría estar una hora sin recambios, pero más tiempo causaría bajadas de tensión.
—Aun así, mientras haya baterías con carga no debería producirse ningún tipo de alteración.
—Tampoco lo sé, cada vez que cambiamos una batería tenemos que ajustar a mano unos indicadores, tampoco sé por qué no se ajustan solos, si dependen de la temperatura o qué otra cosa.
—¿Cómo son esos indicadores?
—Pequeñas cajas con una flecha, si la flecha no está dentro de un rango, hay que ajustarlo moviendo una pequeña rueda.
—¿Y no sabes qué indican?
—Nadie lo sabe, siempre hemos pensado que tiene que ver con la tensión proporcionada, pero es cierto que carece de mucho sentido.
—¿Y si nadie toca esos indicadores y salen de sus márgenes?
—Suena una alarma, aparece un guardia que te lleva a la enfermería o preso, según sea la razón por la que no has cumplido, y enseguida otro trabajador se ocupa de ajustarla a los valores correctos.
—¿Y qué es tan importante para que la torre no pueda dejar de funcionar?
—Pensamos que es para contactar con su planeta.
—¿Y qué tiene que ver eso con el silencio? Tal vez si cortamos esa comunicación podamos evitar que lleguen más seres.
—Podría ser.
—¿Y no recuerdas algún tipo de incidente que ocurriera allí en el 28?
—Nada, nunca había ocurrido nada hasta el ataque del otro día. Además recuerda que hay torres en cada ciudad del mundo. Puede que sea algo que acaeció en otro lugar.
—Contactaré con los Sanadores que operan en la televisión de nuestra red oculta para avisarles de tu llegada. Les comunicaré lo del silencio por si saben algo o puedan indagar y también tu mensaje. Si no llegas con vida, que podría pasar, al menos ellos darán la noticia sin tu presencia.
Emilio le miró sin saber si estaba haciendo alguna broma o no. Decidió que era en serio aunque en tono de humor.
—Gracias por tu ayuda… y tu confianza.
—De nada.
Se levantaron y se dieron la mano.
—Sígueme, te daré el mapa y te ayudaré a conseguir un coche.
El coche policial conducido por Marcos llegó al sector 13.
—Aquí es donde ha sido destruido el dron de vigilancia —apuntó Arnold.
—¿Por dónde empezamos a buscar?
—Apenas hay gente, usa el sensor de calor, si está en la calle daremos con él enseguida.
Marcos tocó la pantalla frontal del vehículo un par de veces y apareció un mapa de las calles con la posición del coche.
—¿Y si está escondido en alguna vivienda? —preguntó Marcos.
—No es probable que conozca a nadie aquí según su ficha. Creo que estará huyendo sin rumbo fijo y aparecerá tirado en alguna callejuela. Ve callejeando y examinaremos cada fuente de calor que nos muestre el sensor.
Marcos asintió y arrancó el vehículo.
Minutos después Matías y Emilio llegaron a un pequeño almacén. El anticuario levantó un cierre metálico y dentro buscó una vieja carpeta.
—Toma, John Silver… —le dijo Matías a Emilio sacando el mapa de su interior.
Emilio lo observó y vio un dibujo bastante infantil pero con unas anotaciones muy claras, ponía la dirección a seguir una vez dentro del desierto, y qué distancia tenía que recorrer hasta llegar a ciertos puntos clave y desde donde proseguían las indicaciones al siguiente punto hasta terminar en una cruz verde.
—Supongo que la cruz es el tesoro.
—Supones bien. Armas no puedo darte, no voy a desprenderme de mi ballesta a la que tengo un cariño especial, pero llévate al menos este metal. Hace tiempo que me quedé sin ningún arma de fuego.
Le entregó un cuchillo dentro de su funda, era de supervivencia y bastante grande. Después recogió un viejo patinete de un rincón y se lo acercó.
—Para moverte solo tengo este monopatín, quizá no te servirá para llegar a tu destino, ni siquiera sé si podrás alcanzar la ciudad sin que se gaste la batería. Es un modelo de nuestra época, no es compatible con la carga inalámbrica y tendrías que recargarlo a los 25 kilómetros. Pero al menos no tendrás que desplazarte andando hasta conseguir un coche.
Emilio aceptó el pequeño vehículo sin mucho entusiasmo.
—Intentaré acercarme a la ciudad y allí me haré con uno.
A continuación Matías le entregó una tarjeta.
—Toma. Tiene un simulador de códigos. “Pirateada” por los mejores hackers de los sectores dispersos. Con ella podrás alquilar un vehículo de forma anónima, no tendrás que pagarlo, podrás desactivar el localizador y, sobre todo, cambiar de ciudad sin permisos de zona.
—Gracias de nuevo.
—No hay de qué, ahora vete, no tardarán en dar contigo y tienes un largo camino por delante.
—Lo sé.
Salieron del almacén y Matías bajó el cierre.
—Sabes salir del sector.
—Sí, no te preocupes.
—Pues date prisa, “diablo de Tasmania”.
Matías hizo un saludo de despedida mientras se marchaba. Emilio le correspondió y montó en el pequeño patín eléctrico. Se puso en marcha y al salir del polígono donde se encontraba el almacén ya no había rastro del anticuario. Avanzó a lo largo de la calle en la que se encontraba con la intención de coger la carretera hacia la ciudad. La velocidad máxima que podría alcanzar aquel viejo y sencillo vehículo eran unos 40 kilómetros hora, pero debía ir ganando velocidad poco a poco hasta llegar a ella, de momento no iba a más de 10, insuficiente para la prisa que tenía. Intuía que ya habría presencia policial pisándole los talones. Sin embargo, lo que no podía imaginar es que una cazadora también iba tras él y le observaba desde las sombras.
Cualquier parecido con la realidad… Cada vez mejor!!!!
Afortunadamente mañana sale el otro. Sin embargo, yo me pregunto: ¿podrá Emilio con sus habilidades futboleras sobrevivir en el desierto?