
Foto de Daniele Levis Pelusi
Su madre solía regañarle diciendo que la arruinaba a teléfono cuando pasaba por su habitación y le escuchaba hablar en diferentes idiomas y con tonos de voz distintos, según el día y en función de su estado anímico. Se comunicaba con un mundo paralelo creado en su interior lleno de druidas y de duendes mágicos. A veces no podía parar de reír de la vorágine de ideas y de tonterías que se agolpaban en su cabeza sin ninguna razón aparente. De hecho, imaginaba su vida como el tráiler de una película, con sus títulos de crédito, sus caracteres difuminados y música de fondo, siempre con Golmayo como testigo silencioso, un tráiler lleno de luces de colores con aroma de torrezno y sabor a caldereta. En Pamplona, a las pocas semanas de comenzar la Universidad, conoció a Eugenia.
— Cuando le conocí y me contaba esas cosas pensaba que estaba colgado.
— Yo soy su madre y sigo pensándolo.
— La verdad es que cuando mostré ese sentido del humor tan peculiar en medio de clase mis compañeros me censuraron.
— Incluso los profesores. No lo olvides, Pedro.
— Es verdad, mamá. Esto hizo que fuese rechazando inconscientemente todo contacto con mis compañeros y que empezara a pensar que era un chico raro, que tenía una especie de estigma para no ser querido.
Hasta el comienzo de su etapa universitaria, su vida se resumía en tres palabras: nunca, nadie, nada: Nunca nadie había hecho nada por él. Creció con el convencimiento de que él mismo era lo único que tenía. Y, aún así, se trataba mal. Era un chaval muy sensible, todo le afectaba sobremanera: una mirada de refilón, un comentario al margen, el roce de alguien en medio de la calle, una mala crítica. Un cóctel explosivo para un adolescente que buscaba la aceptación en un entorno hostil. No había ido jamás a una discoteca, ni se había emborrachado, ni había salido con chicas. En el colegio, solía esconderse en la capilla del sótano para que la media hora del recreo pasara lo antes posible. Se sentaba en uno de los bancos de madera, con la luz apagada y la sombra del crucifijo del altar acechándole desde lejos, y pensaba en su porvenir, en lo que le gustaría ser de mayor, en cómo sería su vida, en los besos que estaban por llegar y en las personas que se encontraría por el camino. Entabló mucha amistad con el padre Moreno, profesor de Química y responsable de la biblioteca de la escuela. El profesor se había fijado en él y le había animado a que le visitara alguna tarde. El hermano Ermilo le había dado buenas referencias. Al principio, Pedro estaba temeroso. Era consciente de que algunos maestros le tildaban de “raro” e incluso el tutor del centro había llamado por teléfono a sus padres para hablar de su carácter taciturno, de ahí que no se creyese que el sacerdote estuviera interesado en conocerle. Poco a poco, sin embargo, fue adquiriendo confianza con el padre Moreno. Enjuto, de rostro imperturbable, con una edad indefinida y unos ojos negros que escondían innumerables experiencias fruto de sus años de misionero en Burkina-Faso, el padre Moreno se convirtió en su mentor.

Foto de Prateek Katyal
La biblioteca del colegio estaba situada al lado del gimnasio. Era un antiguo edificio de ladrillo rojo con ventanas muy pequeñas que apenas dejaban entrar la luz. El interior olía a añejo, a polvo, a lomo de libro antiguo, con centenares de ejemplares agolpados en las estanterías, distribuidas en forma de U y tan altas que llegaban hasta el techo. Los altos mandos del colegio habían relegado al padre Moreno a la biblioteca cuando había vuelto a casa después de 20 años en la sabana africana. Rodeado de libros y sentado en una esquina de la biblioteca, Pedro aprendió a devorar a los clásicos en compañía del padre Moreno, que le contaba sus experiencias en África y cómo había perdido una fe que después recuperó al hacer análisis de conciencia consigo mismo. Se dejó enamorar por el ansia de Plutarco, por el preciosismo de Baudelaire, por la magia de las novelas de amor de Edith Wharton, por el universo femenino de Tolstoi.
“Hay amores tan bellos que justifican todas las locuras”, le solía decir el padre Moreno cuando se acercaba a la pequeña mesa en la que Pedro leía los libros que él le recomendaba. Su relación se basó en el arte y la literatura… A Dios siempre le dejaron en paz.
En medio de tanto caos, de tantos artículos de saldo, de rebajas de segunda categoría y de promesas incumplidas es difícil asumir que se ha encontrado aquella prenda que encaja a la perfección con el armario de nuestra vida. En la vida de Pedro todo esto se resumía en una persona: Eugenia.
— Gracias a ella, consiguió salir del túnel oscuro en el que se encontraba sumido desde hacia mucho tiempo. Podría decirse que Eugenia fue el revulsivo que necesitaba para aceptarse tal y como es, con sus limitaciones y sus virtudes, sus defectos, sus manías y sus fobias. Digamos que ella fue el peaje gracias al cual Pedro pasó de la pubertad a la edad adulta. ¡Menos mal que ella consiguió que fuese un pelín normal!
— ¡Mamá, por favor!
— Soy tu madre, sabes perfectamente que tengo razón. ¡No me contestes!
Ambos se salvaron. Eugenia aprendió mucho de la locura sana de Pedro, de su particular visión del mundo, de cómo se dejaba llevar sin importar el qué dirán. Pedro, por su parte, comenzó a quererse a sí mismo gracias al amor que le profesaba Eugenia.
Era un ser libre. Cuando nuestras vidas se cruzaron nos ayudamos mutuamente, salimos del fango gracias a nuestra amistad y nuestra perseverancia y hemos mantenido esa unión tan especial, a veces incluso telepática, hasta hoy en día.