Saltar al contenido

El Caos Ordenado (Parte III y Final)

Foto de Volker Braun

Se conocieron en clase. Lo suyo no fue amor a primera vista…

— Rompí en mil pedazos tu número de teléfono cuando me lo diste.

— Te vi hacerlo cuando me di la vuelta.

— Te veía como el típico marisabidillo con mentalidad cerrada de cortijo que había venido a mi tierra para contaminarla. No te puedes figurar la pereza que me dabas. Golmayo me sonaba a pueblo perdido en las laderas del Kilimanjaro, ¿dónde diablos estaba ese sitio?

Si en Golmayo, donde contaba con el apoyo de su familia, la vida de Pedro se había reducido a un par de libros y charlas con el padre Moreno, ¿qué sucedería en una ciudad nueva?  Pensaba que le atenazaba el estigma de no ser querido y que su inquieta mente, que mezclaba contenidos sin parar, provocaba el rechazo de los demás. Como los personajes de El mago de Oz, se dejaba llevar a universos paralelos y su modo de expresar las cosas y describir la realidad causaba estupor en la mayoría de la gente. Le tenían miedo.

— Se te va un poco la cabeza, ¿verdad?

— Esto fue lo primero que me dijiste dos semanas después de darte mi número de teléfono.

— Me parecías muy curioso, ahí solo en medio de clase hablando en voz alta contigo mismo, sacando un bolígrafo y anotando tus pensamientos sin parar en un folio que guardabas cien veces en la mochila para sacarlo otras tantas.

Pedro nunca olvidará los primeros meses al lado de Eugenia y su grupo de amigas. Se sentía como un niño grande que asistía embelesado a lo que era normal para el resto de los mortales: el primer café, el primer cine sin sus padres, el primer paseo, la primera discusión por cosas intrascendentes, la primera borrachera, la primera noche hasta las tantas.

— Nosotras alucinábamos porque todo le parecía novedoso y fantástico. Recuerdo que nos daba las gracias cien veces por tomar un café con él.

— Mi hijo siempre ha sido muy pesado.

— ¡Encima que soy educado!

Sin darse cuenta, fue dando rienda suelta a su imaginación y su yo auténtico. Su sentido del humor, valleinclanesco, salvaje muchas veces, fluía sin cortapisas en compañía de Eugenia y sus amigas, quienes no le juzgaban por lo que decía ni por cómo se expresaba. Simplemente, le dejaban ser.

— El otro día soñé que era normal, mamá.

— ¿Normal? ¿Qué ganarías con eso? Hazme caso, tienes suerte de haberlo soñado y no serlo.

Al acabar los estudios universitarios, Pedro emprendió el camino al que estaba predestinado, volar alto y descubrir nuevos mundos. Durante muchos años vivió en Reino Unido y fue enviado como corresponsal de prensa y televisión a Líbano, Francia e Italia. Combinaba su trabajo como reportero con la composición de textos teatrales y novelas. Su nombre era conocido en los círculos culturales y acumulaba decenas de esculturas y premios por sus escritos. Sus obras se representaban en medio mundo. ¡Quién diría que el antaño apocado muchacho que pensaba que no sería querido por nadie ahora era periodista todoterreno de una corporación estadounidense y literato de prestigio!

En su corazón siempre llevaba a Eugenia, su salvoconducto para la felicidad o, al menos, para la infelicidad tranquilizadora. La conexión entre ambos fue mayor cuando ella se trasladó a Golmayo por motivos profesionales.

— ¿Te acuerdas? ¡Cómo pasa el tiempo!

— Recuerdo que te llamé tonta cuando me comentaste que ibas a alquilar un piso entero para ti sola cuando tenías la habitación de Pedro vacía.

— Gané una familia.

— Habían pasado muchos años de aquella tarde en Pamplona cuando dejé a Pedro en la residencia de estudiantes y, como por arte de magia, recuperaba a ese hijo perdido bajo el nombre de Eugenia.

— Yo había ganado una hermana. Cuando llamaba por teléfono desde Londres para hablar con vosotros, también charlaba con Eugenia y con Iván.

— Lo que me podía reír cuando Eugenia intentaba llamar por teléfono a la centralita del bloque de pisos en el que vivías en Londres. “Jalou, can I espi wit Pedro? Güi col from Espein an mai neim is Eugenia!”.

— Yo habló inglés de escándalo, soy casi nativa.

— Claro, bonita.

Foto de Jairo Alzate

Nada más conocer a Eugenia, Iván, el hermano de Pedro, la aceptó en su universo particular. Era la prueba de fuego definitiva. Iván tiene una discapacidad mental y posee un sexto sentido para detectar a las buenas personas y rechazar a quienes no tienen un corazón puro. De pelo negro rizado, tez blanca como la leche y una barriga prominente fruto de ponerse morado a gominolas, en aquel momento Iván era un retaco que apenas hablaba y escrutaba el mundo con sus inmensos ojos azules. Cuando decía algo, sentaba cátedra porque parecía saberlo todo.

— Yo me quedé helada al conocerle. Le podías preguntar qué día sería el 20 de enero de 2090 y te decía sin pensar “martes”.

— ¿Y la calculadora?

— Una locura, rollo Bill Gates, te dice en tres segundos cuánto es 1.237 multiplicado por 84.

— Yo acudo a él como sustituto de mi agenda para saber fechas y números de teléfono.

— Mamá, ¿por qué no le llevamos a algún programa de televisión del estilo de Saber y ganar? Ahora, con la crisis, no nos vendría mal un dinerito extra.

— No veo yo a Iván en televisión.

— Si hay chuches, va seguro.

Entrar en el mundo de Iván no era complicado a primera vista, simplemente había que darle amor y cariño y tratarle como a un igual, con humildad y respeto. Eugenia lo consiguió desde el momento que le conoció. Ahora, casi dos décadas después, Iván va dos veces al año a Pamplona a pasar el día con Eugenia y su familia. Ambos se adoran e intercambian recetas culinarias. Iván lleva (previa discusión con su madre por lo que pesan las tarteras) migas de pastor y torreznos y vuelve a Soria con chistorra para todo el año.

— Guardo un recuerdo imborrable de los años que vivimos juntas, Montse.

— Lo pasamos muy bien y tú sabes por qué.

— Aprendí a ser yo misma.

— Más cerrada no podías ser, hija mía.

— Siempre decías que la amistad de mi hijo te había salvado de caer en el fango pero era casi imposible saber a qué fango te referías.

— Yo aún sigo descubriendo hoy en día cuáles son sus secretos. Es un hueso duro de roer.

— Bueno, ya vale, es cierto, soy mucho más cerrada que vosotros dos. No soy tan folclórica. Soy navarra, ¿qué esperáis?

Eugenia pasó tres años en casa de los padres de Pedro en Golmayo. Lo que nunca había conseguido expresar ante su madre lo consiguió con la de su amigo. Montse se convirtió en su apoyo, el espejo en el que se veía reflejada. Se hicieron inseparables. Hablaban mucho en sus caminatas por la calle Real y la calle Fraguas, por la calle de los Huertos y ante la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, sin olvidar sus paseos por el río con el puente romano de dos ojos como testigo silencioso de sus confidencias .

Al cabo de tres años, Eugenia volvió a Pamplona y montó un negocio de fisioterapia. En Soria capital había hecho prácticas en una pequeña empresa del sector y ganado la experiencia suficiente para volar sola.

Pedro siguió unos cuantos años más en el extranjero. Ahora vive en Valencia y trabaja de jefe de sección de una editorial, actividad que combina con la composición de textos teatrales y de narrativa. Crear continua siendo su vía de escape a la mediocridad. Piensa que sus lectores no desean encontrar la realidad en la ficción porque para eso ya tienen la vida, de manera que la imaginación es la clave para trasladarse a universos lejanos en los que no existe ni el dolor ni el sufrimiento.

— Recuerdo que antes de conocer a Eugenia veía mi existencia desde las gradas pero sin el arrojo suficiente para asumirla como propia. Un día me tiré por la ventana del valor y aquí estoy.

— Yo no hice nada, solo te deje fluir. A mí me cuesta mucho más verbalizar los sentimientos, no soy tan impulsiva y abierta como tú, pero cada día estoy más convencida de que te conocí en otra vida porque estábamos predestinados.

— Os estáis pasando. No seáis coñazo.

Golmayo es el protagonista de muchas de sus obras, en especial las basadas en su infancia. Sin ir más lejos, acaba de terminar una en la que dos personas se enamoran en la cascada de La Toba, paradisiaco lugar no muy lejos de su casa al que su padre le llevaba muchos fines de semana. Pedro pasaba horas contemplando la caída del agua y admirando a su padre, a quien quería en silencio.

Eugenia siempre está al otro lado, dispuesta a tenderle una mano y a escucharle, a relativizar sus paranoias y enfados, sus neuras, sus miedos, a actuar de bálsamo en los días aciagos. No hablan mucho, pero no porque no quieran, sino porque ambos se caracterizan por una ilimitada verborrea. “Son como porteras, hablan como si no existiese un mañana”, diría la madre de Pedro. Tienen que reprimirse o dedicarían el día entero a charlar. Últimamente han descubierto los mensajes de voz porque así no se interrumpen al expresar sus sentimientos.

— Yo no soy feliz, aunque tampoco quiero serlo ni creo en la felicidad constante, pero sí que puedo decir que, gracias a mis amigos, vivo instantes de felicidad que, al juntarlos, dan como resultado un estado de paz interior que me gusta.

— ¡Viva la cursilería!

— ¡Mamá, por favor!

— No se trata de una estación de tren abandonada en la que vivimos experiencias con un principio y un final ya definidos.

— Por fin hemos conseguido ser el maquinista de nuestras propias vías férreas.

— Me hace falta un daiquiri y un par de barbitúricos. ¡Ahora!

Pedro y Eugenia se ven poco porque viven en ciudades diferentes, muy distantes la una de la otra, aunque no hace falta ningún tipo de cercanía física para saber que pueden contar el uno con el otro en cualquier momento. Son personas inestables, pueden pasar de la euforia más absoluta a la mayor de las tristezas en un intervalo de dos horas, lo que provoca que quienes les rodean necesiten grandes dosis de paciencia para soportarles. Han pasado casi 20 años desde que se hicieron amigos y es ahora cuando aceptan que son seres especiales, con una gran pedrada, en efecto, pero especiales…

Hay que apoyar a los que son diferentes y luchan contra

aquellos que quieren que sean iguales

Gracias a Eugenia, Pedro aprendió que ser feliz es simple, pero que ser simple es difícil, de modo que lo único que merece la pena es ejercer a diario la libertad y reírse a la cara del sufrimiento.

¿Por qué no aceptar que en alguna parte existe un ángel de la guarda que nos protege y nos hace crecer?

… Porque en el fondo todos brillamos, como brilla Eugenia, como brilla Golmayo.

FIN

Compartir:
Etiquetas:

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *